Nacido en Lumbier en junio de 1926 fue el mayor de tres hermanos. Hijo de Epifanio Iriarte Lorea, de casa “Amente” de Abaurrea Alta, y de Engracia Usoz. Primo, hija de Agustín, Guardia de Corps del pretendiente carlista Carlos VII.

Desde muy pequeño aprendió el arte de hacer vino en la bodega familiar que su padre poseía en Lumbier. Solía contar que en una ocasión, siendo él muy niño, tuvieron una inspección de Diputación en la bodega a raíz de una denuncia efectuada por un bodeguero local con influencias en Diputación. Este, preso de la envidia, no podía soportar que un aezkoano con marcado acento vasco hiciese mejor vino que él. La inspección determinó que el vino era excelente y no llevaba ningún aditivo.

Siguiendo los pasos de su padre fue depositario municipal y luego gerente de la bodega cooperativa creada en 1941. La bodega fue su pasión y allí pasaba horas con el bueno de Félix, el bodeguero, trasegando vinos, filtrando y haciendo mezclas. Cuando por motivos de edad se jubiló, dejó una bodega saneada económicamente y en buen estado de conservación. Hoy, treinta años después, en estado de ruina y abandono, espera para ser derruida. Desde estas líneas, sugiero al Ayuntamiento que mantengan en pie el edificio principal como homenaje a los viticultores que la crearon. La bodega fue el motor económico de Lumbier hasta la llegada de la industrialización.

Ya en su madurez recibió la llamada de Ignacio Arrieta, director de Caja Rural, para abrir una sucursal en Lumbier. Aceptó la oferta y la dirigió con gran éxito hasta su jubilación a los 70 años, sin cogerse nunca vacaciones. Hombre austero, le bastaba con dar largos paseos por el pueblo que tanto quería, acompañado de Miguel Ángel, su fiel escudero.

Sufrió dos atracos de los que salió ileso. En uno de ellos, conminado por el atracador a punta de pistola a abrir la caja fuerte, le respondió con una sangre fría, impropia de él: “En mal día habéis venido, no hay nada”. Tan solo se llevaron, 40.000 pesetas. No sabían los atracadores que tenía escondidos tres millones de pesetas en un armario, en previsión de posibles atracos.

La otra gran pasión de su vida fue la ermita de la Santísima Trinidad. Como cofrade mayor, se encargaba de su mantenimiento y reparación, ayudado por Ezequiel, Juanito, Pío y muchos otros, la mantenían limpia y hermosa para el día grande de la romería.

Era hombre sencillo, discreto y modesto. Cuando la edad le impidió subir a la Ermita, se echó a un lado, dejándola en otras manos.

Su apodo, el “aezkoano” no desaparecerá, porque tanto mis hijos como yo somos y nos sentimos aezkoanos ¡a mucha honra!, como decía mi madre henchida de orgullo.

Para finalizar este pequeño homenaje y usando el argot taurino que tanto te gustaba utilizar en tu vida cotidiana, te despedimos con “grandes aplausos”.

En representación de todos tus sobrinos.