La frase la pronunció una de las expertas durante la presentación del informe del Comité de Personas Expertas sobre el Monumento de los Caídos, esta semana en el Ayuntamiento de Pamplona. Y me he tomado la licencia de convertirla en el título de este artículo, porque resume a la perfección lo que está en juego: la capacidad de la arquitectura para contar –o silenciar– la historia de una ciudad.

Hay edificios que no solo ocupan espacio: ocupan sentido. Y durante demasiado tiempo, el Monumento de los Caídos ha irradiado el suyo. Fue concebido –como lo hacían los fascismos del siglo XX– para imponer, para glorificar a los perpetradores, para convertir la piedra en propaganda. Durante décadas, este edificio ha sido un símbolo radioactivo en el corazón de una ciudad que mira hacia la convivencia.

Una arquitectura nacida para la exaltación que ha seguido proyectando sobre Pamplona la sombra de un relato autoritario. Su mera presencia recordaba, día tras día, que la memoria de los vencedores seguía erigiéndose sobre el silencio de los vencidos.

Pero los edificios, igual que las ciudades, pueden transformarse. Pueden dejar de ser monumentos al poder para convertirse en espacios de reflexión. Y eso es precisamente lo que estamos empezando a hacer. El informe presentado por el Comité de Personas Expertas, integrado por especialistas de prestigio nacional e internacional, marca un antes y un después. No solo porque plantea una transformación profunda –arquitectónica, simbólica y ética– del edificio, sino porque asume algo esencial: los edificios también comunican. Y el nuestro, ese templo monumental que un día glorificó el golpe de 1936, puede y debe resignificarse como Museo-Memorial para la convivencia y la memoria democrática.

No es un gesto estético. Es una decisión política, moral y pedagógica. Transformar el monumento no significa borrar la historia, sino explicarla. No se trata de destruir, sino de reinterpretar; de pasar de un relato de dominación a un relato de aprendizaje. Así lo subraya el propio informe: conservar la materialidad del edificio no como homenaje, sino como documento de barbarie, una prueba visible de la violencia con la que se quiso imponer el olvido. Borrarlo sería –como advierten los expertos– “favorecer la memoria de los perpetradores”. Mantenerlo y reinterpretarlo, en cambio, nos permite convertir el pasado en una herramienta de conciencia democrática.

Este avance no es fruto de la casualidad. Es el resultado del acuerdo alcanzado hace casi un año entre PSN, Geroa Bai y EH Bildu, que permitió desbloquear una cuestión enquistada durante décadas. Frente al inmovilismo de quienes prefieren la parálisis y el miedo al cambio, elegimos el camino más difícil, pero también el más honesto: el del diálogo, la ley y el consenso institucional. Pamplona necesitaba pasar página, y lo está haciendo con serenidad, con rigor y con memoria. La ciudad no borra su historia: la resignifica.

El documento presentado no solo traza las bases de un proyecto museológico y educativo; también sitúa a Pamplona en el mapa europeo de las ciudades con memoria, al nivel de Gernika, Mauthausen o Buenos Aires. Define un espacio que servirá para educar a las nuevas generaciones en derechos humanos, para combatir la desinformación y los discursos de odio, y para recordar que la democracia se defiende también con cultura, con historia y con arquitectura y con patrimonio.

Porque los muros también hablan. Y su mensaje puede ser de exclusión o de esperanza. Hoy Pamplona elige que hablen de convivencia, de respeto, de memoria compartida.

La autora es portavoz del PSN-Pamplona