Se despide –se supone– esta noche Joaquín Sabina de Pamplona, en la que se ha anunciado como la última gira del músico jienense de 76 años, achuchado ya por los años y la salud. Hace mucho que no veo al cantautor, pero lo disfruté en tres ocasiones en los 90 hasta la gira del 19 días y 500 noches. Luego vino el accidente de salud y lo que a mi juicio fue un claro bajón compositivo ya desde entonces. Pero negar su maestría con las palabras en 18 o 20 temas es una estupidez, más allá de que algunos consideren su lírica más o menos cogida con pinzas y de trazo grueso.
Yo he disfrutado mucho con algunos de sus discos y algún directo y aún me acuerdo de las risotadas de mis amigos porque a las casas rurales me llevaba La Mandrágora o Sabina y Viceversa y a ellos les entraba el sopor. Para bien o para mal, por encima de su personaje canallita, noctámbulo, fiestero, perpetrador de poesía escasa en revistas y en los últimos años crítico con la izquierda de la que dijo formar parte –yo estas cosas…–, Sabina ha sido un artista clave en la música española del siglo XX y un buen compositor de canciones, amén de un dylanita confeso –Princesa es una clara evocación de Like a Rolling Stone y Calle Melancolía de Desolation Row–, lo que siempre es un punto a favor, como lo es el hecho de que siempre admiró y ensalzó la poesía de su amigo Javier Krahe, mucho menos exitoso que él en cuanto a entradas vendidas pero igualmente querido tanto o más por su decente número de seguidores fieles. Se va Sabina, dicen, hoy pisará por vez última un escenario de Pamplona y más allá de todo, de las emociones subjetivas, de las opiniones sobre él y su obra, quedará el recuerdo de quien supo hacer unos cuantos versos inolvidables, unas cuantas melodías preciosas y que nos acompañó en varias fases de nuestras vidas. Y eso es mucho y se le debe a él, así que buena noche y mejor y saludable retirada.