Hubo septiembres que arrancaban con coleccionables, cursos de ganchillo, fascículos y promesas inalcanzables. Entonces, todo empezaba de nuevo para descomprimir el verano, un tiempo anárquico y salvaje salido de sus goznes, un tiempo sin peine, ni báscula, ni despertador.

Esos septiembres nos devolvían a una rutina que articulaba nuestra cotidianidad llena de promesas. A mí aquellos comienzos de septiembre me gustaban porque la vida volvía a su sitio, como en caída libre.

Pero hoy afrontar la rutina sin paracaídas, ser rutinario, se ha vuelto aburrido por no decir reaccionario. Ayer, cuando me levanté, ya era septiembre y todos los anuncios del día me animaban a desertar de la zona de confort, a superar la monotonía, a transmigrar mi alma hacia los confines del mundo, a resetear mi cuerpo en cien sentadillas frontales, a no perderme nada realmente estimulante, a empezar de nuevo aunque todo me sonara a viejo. Todo para enfrentar la nueva rutina.

Le pregunté a una amiga que trabaja en la cadena tiránica de una fábrica, donde la rutina laboral le ha sumado años, dolencias y depresiones; si sentía esto mismo. Se enfadó y me dijo que aquella paja mental le parecía una frivolidad, una entelequia insustancial alejada de la verdadera realidad de mucha gente que sobrevive medicalizada en una esclavitud rutinaria.

–Así que no me hables de reinventar la rutina, ni de abandonar la zona de confort, ni de sumarme a creencias esotéricas que garantizan que la vida se cumplirá según mis expectativas, -dijo, - mi vida carece de vacaciones, de veranos azules y por tanto de estrés posvacacional pues lo llevo puesto todo el año.

Luego supe que mi amiga llevaba tiempo sufriendo en un cuerpo agobiado, medicalizado y roto. Ella enfrentaba la rutina diaria sin paracaídas ni pajas romantizadas. Pues ese era el malestar rutinario de nuestro tiempo. En septiembre y todo el año.